El 10/12/07, una comparecencia del Ministro y el Director General del ramo, para presentar las últimas ocurrencias, me permitió ver qué manos rigen nuestro tráfico.
Vaya por delante que sin sentar precedente y debido a las circunstancias en que se desarrolló lo que voy a narrar, esta vez no analizaré el fondo de la presentación, sino su forma:
Cuando AnDGTena 3 emitió la noticia (ahora da menos, pero hace tiempo encontré motivos de sobra para apodar así a cierta emisora, y le mantengo ese mote más cariñoso que peyorativo), yo ofrecía una comida en casa y no estaba viendo la tele, sino que acudí en respuesta a un regocijado aviso de mis invitados: "¡Andrés, ven; están saliendo unos que te encantan!".
Reconozco que al descubrir de quienes se trataba, me hubiera vuelto a ir (odio que me hiervan la sangre, y más cuando soy anfitrión), pero por cortesía, me dispuse a lidiar chanzas... y a prestar la menor atención posible a la pantalla. Sin embargo, lo que vi me impidió lograrlo.
Allí estaban un ministro del que no oso decir nada (haber sido ministro en la peor época del "Felipismo", capear la catarsis en primera línea, y volver a serlo, me parece credencial suficiente para temerle no más que a un nublado, sino más que a una gota fría) y un director general al que recuerdo en una entrevista, recién nombrado, cuando a la pregunta "¿Se considera capaz de arreglar el tráfico?", respondió (más o menos): "Hombre, si no, en vez de aceptar el nombramiento, me iría a pescar en mi barco, que es lo que me gusta; porque yo no necesito este cargo para vivir".
Pues bien, allí estaban ambos —repito— juntitos tras una mesa, dispuestos a enfrentarse a los periodistas. Se los veía relajados y seguros —incluso felices de conocerse a sí mismos y entrambos, diría yo—, quizá porque era el lunes posterior a un puente de la Constitución-Inmaculada... cuyas cifras de siniestralidad evidenciaron la eficacia de las recién estrenadas penas de encarcelamiento.
Por cierto, voy a permitirme un inciso al respecto: Mientras yo siempre he dicho que es más realista contar accidentes que muertos, pues esta cifra —la que se facilita habitualmente— depende entre otras cosas de la ocupación de los vehículos implicados, de la suerte de sus ocupantes y de la eficacia de la asistencia que reciben (ver, por ejemplo, el punto 2 del artículo "DGT = ¿DIRECCIÓN GENERAL DE QUÉ...?", publicado en el Blog el 08/08/07), esta vez fue el ministro quien, cuando le plantearon la desfavorable comparación interanual, arguyó que un accidente de autobús había condicionado el número de víctimas mortales. ¡Qué cosas, verdad!
Volviendo al tema, todo fluía de maravilla hasta que, de pronto, un periodista joven —seguramente, un puto becario insensato y demagogo, con ganas de hacer perder tiempo y de devaluar la comparecencia banalizándola y restándole brillantez—, le espetó al ministro (más o menos): "Sr. ministro, ¿va a cesar al Director General por haber sido pillado su coche superando la limitación de velocidad?".
Por favor, ¡que combinación de mala leche y falta de tacto! Ante semejante torpedo, yo temblé y mis amigos se quedaron mudos, pero no pasó nada porque, afortunadamente, en las grandes ocasiones se ve a los grandes profesionales, y lo que pudo ser un desastre, acabó siendo una ocasión de lucimiento.
Al oír la pregunta, los comparecientes se miraron, y lejos de prorrumpir en un descontrol de risotadas (como habría hecho cualquier persona menos preparada), se limitaron a sonreír más abiertamente. Su innegable complicidad parecía indicar que ya habían tratado tan simpática, anecdótica e intrascendente travesura. Se los vio coleguillas, se notó buen rollito, y por fin, el ministro, complacidamente observado por su nada inquieto compañero, dijo: "La respuesta es evidente: No".
A mí, por su gesto y tono, aquello más que a respuesta me sonó a proclamación de una obviedad, pero eso sí, adornada con la elegancia de no explicitar la coletilla tipo "¿Qué te creías, chaval...?" que parecía llevar implícita. Sí señor, eso es delicadeza, generosidad y guardar las formas.
Luego, sin disimular mutua aprobación y complacencia, sus sonrisas rozaron el rango de risa... y eso pareció bastar para zanjar el asunto y distender la situación, pero también hizo que, incontenible ya, estallase mi vena borde, así que mirando a mis amigos y resuelto a no atender ni un segundo más a la pantalla, dije: "Pero bueno, ¿de qué coño se ríen esos individuos?"
Conste que no lo dije encolerizado ni alterado, sino asqueado, porque ver cómo personas con alguna competencia en ello —aunque sólo sea teórica— hablan de víctimas, siniestralidad, comportamientos inadecuados, medidas coercitivas, etc, al tiempo que dejan impune una infracción propia y se toman a broma haber sido pillado in fraganti, todo ello sin perder la sonrisa, disculparse ni mostrar contrición, me asquea. Da igual si lo hacen por talante, por soberbia o por lo que les dé la gana; el hecho es que me asquea sin poder evitarlo. ¡Qué le voy a hacer!
Total, que con mi preguntita y posteriores disquisiciones acerca de que mientras ellos sonreían, quizá más de un familiar de víctimas del tráfico —e incluso alguna víctima superviviente— estuviesen llorando su desgracia, casi convertí la comida en una tragedia, pero es que a veces la realidad supera a la ficción, y en la vida, como en el cine, no falta quien contribuya a que se mezclen sonrisas y lágrimas.
Vaya por delante que sin sentar precedente y debido a las circunstancias en que se desarrolló lo que voy a narrar, esta vez no analizaré el fondo de la presentación, sino su forma:
Cuando AnDGTena 3 emitió la noticia (ahora da menos, pero hace tiempo encontré motivos de sobra para apodar así a cierta emisora, y le mantengo ese mote más cariñoso que peyorativo), yo ofrecía una comida en casa y no estaba viendo la tele, sino que acudí en respuesta a un regocijado aviso de mis invitados: "¡Andrés, ven; están saliendo unos que te encantan!".
Reconozco que al descubrir de quienes se trataba, me hubiera vuelto a ir (odio que me hiervan la sangre, y más cuando soy anfitrión), pero por cortesía, me dispuse a lidiar chanzas... y a prestar la menor atención posible a la pantalla. Sin embargo, lo que vi me impidió lograrlo.
Allí estaban un ministro del que no oso decir nada (haber sido ministro en la peor época del "Felipismo", capear la catarsis en primera línea, y volver a serlo, me parece credencial suficiente para temerle no más que a un nublado, sino más que a una gota fría) y un director general al que recuerdo en una entrevista, recién nombrado, cuando a la pregunta "¿Se considera capaz de arreglar el tráfico?", respondió (más o menos): "Hombre, si no, en vez de aceptar el nombramiento, me iría a pescar en mi barco, que es lo que me gusta; porque yo no necesito este cargo para vivir".
Pues bien, allí estaban ambos —repito— juntitos tras una mesa, dispuestos a enfrentarse a los periodistas. Se los veía relajados y seguros —incluso felices de conocerse a sí mismos y entrambos, diría yo—, quizá porque era el lunes posterior a un puente de la Constitución-Inmaculada... cuyas cifras de siniestralidad evidenciaron la eficacia de las recién estrenadas penas de encarcelamiento.
Por cierto, voy a permitirme un inciso al respecto: Mientras yo siempre he dicho que es más realista contar accidentes que muertos, pues esta cifra —la que se facilita habitualmente— depende entre otras cosas de la ocupación de los vehículos implicados, de la suerte de sus ocupantes y de la eficacia de la asistencia que reciben (ver, por ejemplo, el punto 2 del artículo "DGT = ¿DIRECCIÓN GENERAL DE QUÉ...?", publicado en el Blog el 08/08/07), esta vez fue el ministro quien, cuando le plantearon la desfavorable comparación interanual, arguyó que un accidente de autobús había condicionado el número de víctimas mortales. ¡Qué cosas, verdad!
Volviendo al tema, todo fluía de maravilla hasta que, de pronto, un periodista joven —seguramente, un puto becario insensato y demagogo, con ganas de hacer perder tiempo y de devaluar la comparecencia banalizándola y restándole brillantez—, le espetó al ministro (más o menos): "Sr. ministro, ¿va a cesar al Director General por haber sido pillado su coche superando la limitación de velocidad?".
Por favor, ¡que combinación de mala leche y falta de tacto! Ante semejante torpedo, yo temblé y mis amigos se quedaron mudos, pero no pasó nada porque, afortunadamente, en las grandes ocasiones se ve a los grandes profesionales, y lo que pudo ser un desastre, acabó siendo una ocasión de lucimiento.
Al oír la pregunta, los comparecientes se miraron, y lejos de prorrumpir en un descontrol de risotadas (como habría hecho cualquier persona menos preparada), se limitaron a sonreír más abiertamente. Su innegable complicidad parecía indicar que ya habían tratado tan simpática, anecdótica e intrascendente travesura. Se los vio coleguillas, se notó buen rollito, y por fin, el ministro, complacidamente observado por su nada inquieto compañero, dijo: "La respuesta es evidente: No".
A mí, por su gesto y tono, aquello más que a respuesta me sonó a proclamación de una obviedad, pero eso sí, adornada con la elegancia de no explicitar la coletilla tipo "¿Qué te creías, chaval...?" que parecía llevar implícita. Sí señor, eso es delicadeza, generosidad y guardar las formas.
Luego, sin disimular mutua aprobación y complacencia, sus sonrisas rozaron el rango de risa... y eso pareció bastar para zanjar el asunto y distender la situación, pero también hizo que, incontenible ya, estallase mi vena borde, así que mirando a mis amigos y resuelto a no atender ni un segundo más a la pantalla, dije: "Pero bueno, ¿de qué coño se ríen esos individuos?"
Conste que no lo dije encolerizado ni alterado, sino asqueado, porque ver cómo personas con alguna competencia en ello —aunque sólo sea teórica— hablan de víctimas, siniestralidad, comportamientos inadecuados, medidas coercitivas, etc, al tiempo que dejan impune una infracción propia y se toman a broma haber sido pillado in fraganti, todo ello sin perder la sonrisa, disculparse ni mostrar contrición, me asquea. Da igual si lo hacen por talante, por soberbia o por lo que les dé la gana; el hecho es que me asquea sin poder evitarlo. ¡Qué le voy a hacer!
Total, que con mi preguntita y posteriores disquisiciones acerca de que mientras ellos sonreían, quizá más de un familiar de víctimas del tráfico —e incluso alguna víctima superviviente— estuviesen llorando su desgracia, casi convertí la comida en una tragedia, pero es que a veces la realidad supera a la ficción, y en la vida, como en el cine, no falta quien contribuya a que se mezclen sonrisas y lágrimas.
2 comentarios:
Has acertado de pleno, como suele ser norma en ti
Absolutamente genial. Un abrazo -ah...y una verdad detras de otra...-
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